dimarts, 8 de març del 2011

SOBRE OTRAS GRANDES NEVADAS


DIAS DE RADIO

Nieva, sí nieva. Aunque parezca increíble está nevando. He mirado por el ventanal del comedor y he visto los copos caer, primero lentamente y poco a poco, con una silenciosa suavidad, la nieve se multiplica, se vigoriza hasta constituir una sinfonía blanca y enérgica. Por una extraña casualidad la nieve coincide con mi presencia en esta casa que fue mi casa hace ya una eternidad. ¡Me resultaba tan penoso volver! Lo fui demorando pero el administrador me advirtió ayer que el plazo se agotaba dentro de una semana. Debe usted dejar el piso vacío antes del 31 de febrero, me dijo. Y aquí estoy, más interesada en contemplar cómo la nieve va cubriendo la calle y oculta poco a poco los coches aparcados que en proceder a la triste tarea que me ha traído hasta aquí. Sé que vaciar un piso donde alguien ha vivido durante cuarenta años es un trabajo duro y penoso. Ahora pienso que una casa es más, mucho más que las cuatro paredes que la conforman. Lo he notado justo en el preciso momento en que he abierto la puerta y he contemplado el pasillo. No es más que un pasillo, me he dicho, no debes temer. Sin embargo, en menos de un segundo, he revivido los miedos de mi infancia. El pasillo, largo y estrecho, flanqueado por numerosas puertas, era el escenario por el que deambulaban seres invisibles pero presentes en mi mente, y que me perseguían inexplicablemente. No mires hacia atrás, no mires, sabes que están ahí. Unas veces, los misteriosos seres que habitaban en el pasillo eran el preludio de la muerte como cuando mi abuela agonizaba en la habitación que estaba justo al final y yo evitaba circular por el pasillo. Otras veces, les notaba juguetones, especialmente los días de Navidad y Reyes cuando me levantaba a media noche y, enfrentándome a mis temores, me dirigía al salón para comprobar si los Reyes Magos habían depositado ya sus regalos junto al árbol de Navidad.

Circular por el piso me produce sensaciones contradictorias. Todo permanece en su sitio, como si el tiempo se hubiese detenido. Mi madre se esmeró, hasta los últimos momentos en mantener la dignidad de la casa. Aquí está el salón pero no me parece el mismo que yo conocí. Era más grande, más esplendoroso, pienso. En el aparador que está frente a la mesa lucen aun los objetos de plata, regalo de bodas de mis padres. Pero ahora parecen objetos sin sentido a pesar de las muchas horas que mi madre empleó en su limpieza y cuidado. Me pregunto qué voy a hacer con ellos. Me siento en la vieja butaca. Se que tiene su propia historia. Fue primero el asiento preferido de mi abuelo, después lo fue de mi abuela y cuando éstos desaparecieron fue, por fin, el asiento de mi padre. Se sentaba en la butaca con un aire de patriarca tardío y fumaba su inseparable Winston, desoyendo las súplicas de mi madre: “No fumes, hombre, no fumes, te hace daño.” El recuerdo de mi padre va irremediablemente ligado a unos cuantos objetos: el cigarrillo, la novela negra de turno que devoraba sin apenas levantar la vista del libro y la radio. Si, claro, la radio, aquí está, justo encima de la mesita, como siempre. No puedo recordar el día en que llegó a casa por primera vez este aparato pero si soy consciente de lo que representó en nuestras vidas. Me acerco para observar mejor el viejo Phillips. Cierro los ojos y deslizo mis manos por encima del aparato. Puedo verlo sin verlo. Ahí está el enrejado superior y el pequeño escudo a la izquierda donde se exhibe la marca. ¡Es un Phillips, lo mejor que hay en el mercado!, decía mi padre. Debajo está la pantalla sobre la que aparecen aquellos mensajes que resultaban crípticos para mí: onda pesquera, onda española y, a la derecha, enmarcado en un recuadro, el más misterioso: PLAN COPENHAGUE. ¿Y qué decir de la enumeración de ciudades tan exóticas como París, Londres, Praga, Túnez, Rabat, junto a otras como Sevilla, Valencia, Zaragoza, Madrid, Barcelona…, todo revuelto en una extraña mezcolanza del todo extravagante? Recuerdo el día en que decidí abrir la tapa trasera para descubrir, de una vez, los misterios que se escondían dentro de aquel enigmático aparato. Quiero ver los hombres pequeñitos que duermen aquí dentro y que nos hablan desde sitios tan lejanos, le dije a mi madre cuando me sorprendió en pleno desmontaje. Ella me miró y reprimiendo la risa que le provocaba semejante locura, recriminó mi pequeña fechoría. Abro los ojos y mientras observo la vieja radio puedo a oír la voz enlatada de Pepe Iglesias el Zorro. “Yo soy el zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos”, los gritos histéricos de Periquín pillado in fraganti en alguna ingenua travesura por su paciente mamá, doña Matilde, el fantástico Boby Deglané anunciando que ya empezaba “Cabalgata fin de semana”, cargadita de regalos, y, como no, la voz llorosa de la pobre Ama Rosa, o la muy apenada doña Elena Francis recriminando algún comportamiento desviado de las buenas costumbres. Sin duda, cuando la radio mostraba su tono más vibrante era los domingos. Mientras yo intentaba descifrar los enigmas de la aritmética o de la gramática, sentada frente al escritorio de mi habitación, resonaba por toda la casa el griterío de “¡Carrusel Deportivooo!” .Y, al final de la jornada, se producía la mayor excitación cuando las voces enlatadas emitían el esperado veredicto final, el resultado de la quiniela que nos iba a traer un chorreo de millones. Y, aunque mi padre se esforzaba, la verdad es que los millones nunca llegaron.

Pienso en mi infancia, rebosante de silencios incomprensibles que se hacían aun más difíciles de entender cuando mi padre apagaba enérgicamente la radio al sonar la sintonía de aquel maldito, según exclamaba él, Diario Hablado. ¿Pero qué era eso del Diario Hablado? ¿Y por qué mi madre, en un gesto idéntico al de mi padre, también apagaba la radio en cuanto empezaba la hora del Angelus? No había respuestas para mí. Tuve que encontrarlas mucho tiempo después.

Se hace tarde y aun no he empezado a llenar ni una sola caja. ¿Cómo meter en cajas tanta vida, tanto recuerdo? Miro de nuevo por la ventana y observo como sigue nevando con intensidad. No recuerdo una nevada como ésta desde aquella famosa del 62. Fue una maravillosa sorpresa, la primera nevada de mi vida. Nadie lo había previsto, ni siquiera el parte metereológico. Salimos a la calle y nos empapamos de nieve. Mi padre filmaba nuestras piruetas sobre la nieve y la curiosa aparición de improvisados esquiadores deslizándose por la calle Aragón. ¿Dónde estarán aquellas películas en 8mm?

Esta oscureciendo, y, por una extraña coincidencia, la luz también se apaga. ¡Se ha ido la luz, enciende la luz de gas!, ordenaba mi abuelo a mi madre. Y ella procedía al ritual habitual en estos casos. Poco a poco, las habitaciones se iluminaban con una tenue llama que pendía de un rincón de la pared. Ahora no hay luz y hace frío. Entro en mi habitación. Busco mi cama y me tiendo encima. Me acurruco entre unas viejas mantas impregnadas de olor a naftalina. Permanezco con los ojos cerrados. Creo oír el sonido de la radio emitiendo un capítulo del “Radio Teatro”. Mientras escucho la melodiosa voz de mi Romeo preferido, Ricardo Palmerola, declarando su amor a Julieta, caigo en el más profundo y melancólico de los sueños.