
Estaba muerto, no había duda. ¿O no? Por un momento le pareció ver un leve movimiento de la mano ensangrentada que yacía extendida sobre el asfalto. Quizá aun quedaba un soplo de vida en aquel pobre desgraciado, quizá podía hacer todavía algo por él, pensó. Sin embargo rápidamente desechó tal idea que le pareció, por lo menos, descabellada. ¿Acaso quería someterse a preguntas que no tenían más que una espantosa respuesta? ¿Quería de verdad que su plácida vida cambiase rotundamente por socorrer a un desconocido? Así es que tomó la mejor decisión, la más sensata. Se acercó de nuevo al coche. Había manchas de sangre en el capó. Debía limpiarlas inmediatamente. Quizá hubiese también algunos desperfectos pero no podía verlos con claridad porque ya había anochecido. Podría ocuparse de ellos en el garaje de su casa. Limpiar bien el capó y largase cuanto antes, esto era lo que urgía ahora, no había tiempo que perder. Por suerte se encontraba en una carretera secundaria y el tráfico era escaso, sin embargo, no debía confiarse. En cualquier momento aparece un coche y se fastidia todo, pensó. Cuando terminó de restregar el capó con un trapo que habitualmente tenía en el maletero estuvo a punto de cometer el primer error, lanzar el trapo barranco abajo. ¡Qué estupidez! El trapo podía contener indicios que se convertirían en pruebas irrefutables. Entonces cayó en la cuenta de las terribles complicaciones que comportaba cometer un crimen y cuantos descuidos podían incriminar a un sospechoso. Guardó el trapo en una bolsa de plástico y volvió a meterlo en el maletero. Lo quemaría después. Permaneció indeciso durante unos instantes, paseando la mirada por el asfalto en busca de algún otro indicio que pudiera delatarle. No había transcurrido ni un minuto cuando creyó ver los destellos de unos faros que asomaban a lo lejos. Abrió bruscamente la puerta del coche y subió sin más demora. Cuando encendió el motor e inició la marcha una punzada perforó su estómago. Sintió unas náuseas terribles y un pitido insoportable taladró sus oídos. Temió que de nuevo la jodida úlcera le jugase una mala pasada. Vamos, Alberto, sigue adelante, ya te ocuparás de la maldita úlcera cuando llegues a casa. Miró por el espejo retrovisor interior y le pareció que un coche se detenía en el lugar de los hechos. De nuevo la punzada atravesó sus entrañas produciéndole un dolor sordo, insoportable. Entonces lanzó una mirada desesperada al retrovisor exterior para confirmar sus sospechas y descubrió, horrorizado, que el espejo había desaparecido. ¡Maldita sea, el retrovisor! Pero ya no podía volver atrás. Y, bañado en un angustioso sudor, conteniendo el dolor que invadía ya todo su cuerpo, se alejó de aquel macabro escenario adentrándose en la oscuridad mientras se prometía a sí mismo no volver a pasar jamás por aquella carretera.
Tres meses después abrió los ojos y observó perplejo lo que tenía a su alrededor. Intentó mover sus brazos pero el esfuerzo resultó inútil. Algo se lo impedía. Le pareció ver un tubo que pendía de alguna parte y penetraba en su boca. Quiso mover la cabeza y tampoco lo logró. Se había convertido en un extraño bulto, en un pesado saco imposible de mover. Podía oír unos intrigantes balbuceos a su alrededor. ¿Había alguien allí? Intuyó un rostro nebuloso que se aproximaba a él.
Alberto, ¿me oyes? susurró la voz. Estás vivo, cariño, vivo.
¿Vivo? ¿Acaso he podido morir?, pensó. De pronto comprendió que estaba tumbado en la cama de un hospital. Sí, notaba ya la frialdad del ambiente, el gota a gota deslizándose por sus venas y el tubo que hería su lengua pero que le permitía respirar. Cerró los ojos. Prefirió no ver, no saber nada más. Sin embargo su cabeza daba vueltas y más vueltas navegando por el subconsciente. Por un momento creyó ver de nuevo a su hijo entrando en casa de la mano de aquella extraña mujer. ¿Cómo se llamaba? Una ucraniana, nada menos. ¿Es qué no había mujeres bonitas en nuestro país para ir a enamorarse de una ucraniana? El recuerdo le produjo un profundo dolor en el pecho. ¡Vas a ser abuelo, papá! Enhorabuena, abuelo de un bastardo, del hijo de una cualquiera que se buscaba la vida en las carreteras antes de embaucar a su estúpido hijo. Detesto a este niño antes de nacer y no quiero verlo nunca, me oyes, nunca. Y así fue, maldita sea. No lo vio jamás porque el niño nació y se esfumó. A pesar de la incredulidad de su hijo él supo siempre que lo de la ucraniana no pintaba bien. Cosas de la vida. De nuevo unas voces le volvieron al presente. Ahora eran varias las personas que hablaban.
Ha venido la policía para interrogar a su esposo, señora Martín, pero ya les he dicho que no está en condiciones, que deben esperar a que se recupere.
Gracias, doctor. ¿Cómo lo ve?
Será largo, pero posiblemente dentro de un tiempo recupere la movilidad, aunque no se lo puedo asegurar, claro. Estos accidentes son tremendos y aun ha tenido suerte.
¿Accidente? ¿Movilidad? Es cierto, no podía moverse. Ni brazos, ni piernas, ni cabeza. Todo muerto, muerto en vida. Y entonces recordó el ligero movimiento de una mano ensangrentada extendida sobre el asfalto.
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