dimarts, 8 de desembre del 2009


El nombre de las cosas


Una tarde apacible de un verano extremadamente caluroso, el cielo empezó a poblarse de unas nubes cada vez más amenazantes hasta que, allá a lo lejos, estalló el primer trueno, y una lluvia tímida al principio, se transformó rápidamente en un manantial de agua que rompía con fuerza sobre los cristales de la ventana. Fue entonces cuando Miguel, con solo cuatro años se acercó a su padre que dormitaba en el sillón y le preguntó:

—¿Por qué cae agua del cielo, papá?

A partir de aquel día Miguel no dejó de preguntase y de preguntar, hasta el punto que a veces resultaba difícil responder.

—¿Por qué la mesa se llama mesa y la silla se llama silla?preguntó Miguel a su maestra. Y continuó—: ¿No podría yo llamar a la silla mesa y a la mesa silla?

La maestra, sorprendida por las cada vez más extrañas preguntas de Miguel, se acercó a él y le susurró al oído:

—Cuando seas mayor lo entenderás, pero te diré un secreto: la respuesta está en los libros, Miguelito, recuérdalo, en los libros.

Los libros fueron la pasión de Miguel durante los siguientes veinte años. En ellos encontró múltiples respuestas que le generaron un sinfín de preguntas. Su juventud transcurrió entre páginas repletas de aventuras, misterios, inexplicables acontecimientos cercanos a la realidad y otros que le abrieron las puertas del conocimiento. Su juventud le impedía todavía contrastar la teoría con la práctica, la ficción con la realidad. Sin embrago, se afanaba en retener todo cuanto leía, memorizando, si era necesario, los detalles más insignificantes. Cuantos le conocían decían que poseía una memoria prodigiosa y le auguraban un brillante futuro.

El futuro de Miguel transcurría a los cuarenta años en una extraña apatía. Había superado con éxito todas las oposiciones a las que se presentó. Sin embargo, su amplio dominio de todas las cosas le había conducido a sentarse todas las mañanas frente a la pantalla de un ordenador, en la planta tercera del ministerio donde trabajaba de funcionario. La rutina se rompió un día de invierno mientras se preparaba el desayuno antes de ir a trabajar. Observó con curiosidad la lluvia persistente tras la ventana del comedor y, de pronto, comprendió que no había aprendido nada nuevo desde aquella tarde de verano en la que le preguntó a su padre por qué caía agua del cielo. Decidió quedarse en casa y seguir buscando respuestas. En primer lugar escribió en un cuaderno todas las preguntas que le atormentaban y después inició una minuciosa investigación. Aquella fue una mañana prodigiosa. En pocas horas había acumulado ya un montón de preguntas y empezaba a esbozar las posibles respuestas. Pensó que con todo aquel el material algún día escribiría un libro. Quizá sería de utilidad para quienes quisieran conocer el por qué de las cosas.

Las cosas de la vida hicieron de Miguel un afamado escritor. Quiso la casualidad o la oportunidad que sus investigaciones sobre las causas y las consecuencias de la conducta humana se adaptaran, como anillo al dedo, a la moda de los libros de autoayuda. A los sesenta años, Miguel era un habitual de las más prestigiosas tertulias televisivas. Los telespectadores quedaban prendados por su asombrosa capacidad intelectual y su prodigiosa memoria. Así transcurrieron sus mejores años.

Años más tarde, ya muy anciano, Miguel estaba sentado en el banco de un hermoso jardín. Otros ancianos paseaban lentamente, acompañados por pulcras enfermeras. Uno de ellos se sentó junto a él y exclamó:

—¿Usted sabe por qué esto es un banco y no es una silla?.

A Miguel se el encendieron los ojos y con gran tristeza respondió:

—Creo que algún día lo supe pero no lo recuerdo…Debería investigarlo,¿no cree?.

Miguel se incorporó con dificultad y sin mediar palabra se dirigió al interior de la residencia.

—¿ Se cansó ya de su paseo, don Miguel? —le preguntó la enfermera que estaba en la puerta.

—Es que no puedo perder el tiempo. —respondió Miguel titubeando —. Debo empezar a conocer el nombre de las cosas.

—Me parece una buena idea — dijo la enfermera, sorprendida por el inesperado interés del anciano —. Lo encontrará en los libros que están en la biblioteca. Recuerde: en los libros.